venerdì 15 novembre 2019

Tiempo

Cada uno de nosotros tiene un reloj de arena, en cuyas entrañas los granitos se escurren entre nuestros dedos. Para algunos más lentamente, para otros, más rápido. Pero el ritmo no se elige. Se vive.

El tiempo no se mide. Ni se calcula. Ni pesimista ni optimista. Es el concepto abstracto más concreto y más valioso. No lo vemos. Lo sentimos en el aire.

El tiempo es volver a pisar mal en un terreno nuevo. El tiempo es cada vez virgen, se fragmenta en emociones y se divide en arrebatos. Se esfuma mientras cierras la cafetera, te atas los zapatos o sigues una senda.

El tiempo se valora cuando es poco. Es cuando carece que lo necesitamos más. En algunos momentos queremos hacerlo o matarlo, pero no lo gobernamos. Retumba en el pasado. Chirría en el presente. Se pierde en el futuro.

El tiempo no lo determinan ni agujas ni sombras. Desliza en los granos de arena que cruzan las manos. No lo podemos atrapar. Y, casi siempre, lo desperdiciamos.

Porque de los errores no aprendemos. Solo los hacemos mejores.

giovedì 1 agosto 2019

Por un puñado de pesos

Cuando salí de la terminal del Buquebus en la Dársena Norte de Buenos Aires, no era más que un treintañero recién pasado a la que tal vez sea la década más complicada de la vida. Pero sobre todo lo que tenía era mucha hambre, al llegar de Uruguay, donde me había quedado sin moneda local por despilfarrar todo lo que tenía en efectivo la noche anterior para celebrar mi cumpleaños, que por primera vez en la vida hice en verano, al ser diciembre, lejos de la familia pero en una linda playa del Río de la Plata donde el salitre menos pesado me hizo rejuvenecer como por arte de magia. Estaba de vuelta en Buenos Aires, donde había decidido ir a vivir obedeciendo a las tripas de la rebeldía interna que movían mi vida de periodista freelance con pocos ingresos pero con muchos sueños. Y las mismas tripas en aquel momento rugían y me pedían comida, aunque tampoco dispusiera de una cantidad elevada de moneda argentina como para poder satisfacer suficientemente esta necesidad. Iba con un amigo, que me acompañó en el primer mes de viaje, y ambos andábamos escasos de plata pero abundantes de hambre.

Una vez dejada atrás la terminal, la Avenida Córdoba nos recibió con su ruido y su bullicio particular, mientras hombres asfixiados por sus corbatas se cruzaban en nuestro camino y el reloj marcaba ya las 14.30. Al ser una zona de oficinas, había unos cuantos restaurantes que ofrecían menú de mediodía y, por suerte, en uno de estos el precio era acorde a los pocos pesos que nos quedaban en los bolsillos, no sé si 50 o 60, pero en estos primeros días del mundo al revés todavía no me había percatado de cuánto valían en concreto. 

Una vez entrados al restaurante, el propietario, un grandote que nos recibió con sonrisa campechana, me preguntó sin rechistar: “¿Ustedes son italianos?”. Se ve que nos había escuchado hablar o que se había fijado en las gafas de sol de mi amigo - yo no llevo hace años porque me estorban -. Después de que yo respondí de manera afirmativa, además de relatarnos una especie de poesía sobre sus platos, quiso señalar que él era nieto de italianos e incluso intentó chapurrear alguna que otra palabra, ganándose nuestra ingenua confianza en aquel restaurante tan anónimo que se estaba vaciando.

Siendo el dueño un tipo aparentemente amable, decidí probar suerte: “¿No conocería usted a alguien que nos quiera cambiar euros en pesos? Es que llevamos pocos días acá y no sabemos dónde cambiarlos al paralelo y el cambio oficial nos perjudica mucho”. Su cara hizo una mueca entre lo triste y lo alegre, como si las dos mitades de la máscara de la tragedia griega se hubiesen unido,  y me respondió, rápidamente, que no me podía ayudar. Volví entonces a concentrarme en mi comida pensando que ya para ese día no tendríamos otro remedio sino el de acudir a una casa de cambio oficial. Dos minutos después, el grandote volvió con una sonrisa y me susurró a la oreja: “Che, un amigo les puede comprar los euros”. Nacidos en Nápoles, la ciudad más latinoamericana de Europa Occidental, un lugar que de europeo tiene solamente la posición geográfica, los dos sabíamos desconfiar lo suficiente como para jugárnosla en aquel lugar.

Mientras la sonrisa del hombre dobló de amplitud, me fijé que ya nadie estaba en el restaurante salvo él y un par de empleados y miré las caras de mis comensales. Interiormente apagué un fuego de aprensión, mientras jugaba de manera nerviosa con los cubiertos y las servilletas. A los pocos las manos en los bolsillos del vaquero y una cara de vivo que se notaría desde muy lejos. Nos saludó y se acercó al jefe, que sería el mediador de la negociación. Mientras, los dos empleados todavía presentes, se dirigieron a la puerta de entrada y taparon los cristales para que desde fuera no se pudiera entrever nada.  Tragué saliva. Ya estábamos en la milonga y nos tocaba bailar aquel tango, así que decidí dar el primer paso. 

Me levanté y me fui a presentar al recién entrado, que me devolvió la mano derecha y la sonrisa, y aclaré lo que habíamos arreglado. Lo que siguió después fue ponerse en la misma mesa donde aún deambulaban migas de pan y sal y ponerse a contar. Fue la misma sensación de cuando jugaba a fútbol y tenía que patear un penal: pensar no servía a nada, lo único era vaciar la mente y ejecutar fríamente, aunque en aquel caso tenía que contar, una sensación dolorosa y totalmente opuesta a la alegría de tocar un balón, pero era lo que incumbía en aquel instante. Los euros eran fáciles de contar, mientras que los pesos eran muchos, muchísimos, y de horrible calidad, como para querer remarcar las diferencias entre un mundo y otro. 

Fue mi ingreso al ruidoso rodeo porteño. La bienvenida de un mundo a las antípodas fascinante y miedoso a la vez. Ambas partes salieron ganando. A 13 mil km de mis orígenes percibí el parecido entre la viveza criolla y la astucia napolitana, en un continuo juego de mata-mata. Pero por una razón u otra no volví a aquel restaurante, un lugar en el que me había convertido, a los pocos días de mi llegada, en un argentino más. Por un puñado de pesos.

venerdì 15 marzo 2019

Txirimiri


Salpican gotas en la cara. Gotas de olas. Olas salvajes de un Océano inhóspito pero a la vez fascinante. Es el mar infinito que todo hace y nada resta. Es la emoción de mirar al infinito gris del agua. Amenaza. Amenidad.

Desde el cielo baja liviano el Txirimiri. A las antípodas del Mediterráneo la chacarera del mundo no se baila al sol. Sigue el ritmo de la lluvia.


Se mezclan el salitre y la dulzura. Soledad querida. El sendero se desliza entre charcos. Una telaraña atrapa al Txirimiri hasta incrustrarlo en sus entrañas. Obra maestra de una naturaleza imponente que ruge alrededor. Es el cenit de la interpretación. A través de la telaraña se ven dos mundos distintos: el del interior y el del exterior. Elegimos cuál habitar a pulso, enfocando más o menos.

Los pasos se alejan de la carretera. Ha llegado el momento. El libro que tienes en la mochila ya tiene todas sus páginas vividas. Y vívidas. Buscas agua. La de arriba y que salpica en tu cara no te basta. Lo quieres todo. Y por eso vuelves a empezar. Un paso delante de otro. Sin mirar atrás. El Txirimiri es el adiós. Las olas que saltan subliman tu experiencia. Sin saber cuándo y si volverás.

martedì 5 marzo 2019

Azan


Cuando no entiendes nada, percibes mucho más. La melodía es conocida para todos. Menos tú. Los pasos plácidos del muecín  suenan entre las paredes. Aturdido. Embotellado. El silencio se rompe. Un lamento fascinante. Palabras desconocidas. Partituras virtuosas. Un mundo aparte. Resuena el eco entre las silenciosas montañas de Uraman. A pocos km una frontera y la incertidumbre. Estás en otra dimensión.

Nada llega a este pañuelo de mundo escondido. Las personas buscan sus recursos. Recursos de una gente lejana y humana. Recursos agotables que solo el contrabando hace que sean menos escasos. En un área olvidada por todos, menos los curiosos. El idioma es una música que te toca bailar para no marearte. Es el mundo al revés. Es la cara de unos niños cuyos pasos se cruzan con los viejos. En una realidad tan chica en un lugar tan grande y perdido. Es la risa en un inglés básico de pocos elegidos.

El Azan explota, y con ello la vida. Siete personas participan al ritual. Totalmente aisladas del mundo. Ensimismadas entre cuatro paredes cuyas letras son poesía aunque no la entiendas. Tus mochilas, las que dejaste en la mezquita unas horas, se empreñan de sensaciones inusuales. Cuando las vas a buscar, no son las mismas. Y tú tampoco.