giovedì 1 agosto 2019

Por un puñado de pesos

Cuando salí de la terminal del Buquebus en la Dársena Norte de Buenos Aires, no era más que un treintañero recién pasado a la que tal vez sea la década más complicada de la vida. Pero sobre todo lo que tenía era mucha hambre, al llegar de Uruguay, donde me había quedado sin moneda local por despilfarrar todo lo que tenía en efectivo la noche anterior para celebrar mi cumpleaños, que por primera vez en la vida hice en verano, al ser diciembre, lejos de la familia pero en una linda playa del Río de la Plata donde el salitre menos pesado me hizo rejuvenecer como por arte de magia. Estaba de vuelta en Buenos Aires, donde había decidido ir a vivir obedeciendo a las tripas de la rebeldía interna que movían mi vida de periodista freelance con pocos ingresos pero con muchos sueños. Y las mismas tripas en aquel momento rugían y me pedían comida, aunque tampoco dispusiera de una cantidad elevada de moneda argentina como para poder satisfacer suficientemente esta necesidad. Iba con un amigo, que me acompañó en el primer mes de viaje, y ambos andábamos escasos de plata pero abundantes de hambre.

Una vez dejada atrás la terminal, la Avenida Córdoba nos recibió con su ruido y su bullicio particular, mientras hombres asfixiados por sus corbatas se cruzaban en nuestro camino y el reloj marcaba ya las 14.30. Al ser una zona de oficinas, había unos cuantos restaurantes que ofrecían menú de mediodía y, por suerte, en uno de estos el precio era acorde a los pocos pesos que nos quedaban en los bolsillos, no sé si 50 o 60, pero en estos primeros días del mundo al revés todavía no me había percatado de cuánto valían en concreto. 

Una vez entrados al restaurante, el propietario, un grandote que nos recibió con sonrisa campechana, me preguntó sin rechistar: “¿Ustedes son italianos?”. Se ve que nos había escuchado hablar o que se había fijado en las gafas de sol de mi amigo - yo no llevo hace años porque me estorban -. Después de que yo respondí de manera afirmativa, además de relatarnos una especie de poesía sobre sus platos, quiso señalar que él era nieto de italianos e incluso intentó chapurrear alguna que otra palabra, ganándose nuestra ingenua confianza en aquel restaurante tan anónimo que se estaba vaciando.

Siendo el dueño un tipo aparentemente amable, decidí probar suerte: “¿No conocería usted a alguien que nos quiera cambiar euros en pesos? Es que llevamos pocos días acá y no sabemos dónde cambiarlos al paralelo y el cambio oficial nos perjudica mucho”. Su cara hizo una mueca entre lo triste y lo alegre, como si las dos mitades de la máscara de la tragedia griega se hubiesen unido,  y me respondió, rápidamente, que no me podía ayudar. Volví entonces a concentrarme en mi comida pensando que ya para ese día no tendríamos otro remedio sino el de acudir a una casa de cambio oficial. Dos minutos después, el grandote volvió con una sonrisa y me susurró a la oreja: “Che, un amigo les puede comprar los euros”. Nacidos en Nápoles, la ciudad más latinoamericana de Europa Occidental, un lugar que de europeo tiene solamente la posición geográfica, los dos sabíamos desconfiar lo suficiente como para jugárnosla en aquel lugar.

Mientras la sonrisa del hombre dobló de amplitud, me fijé que ya nadie estaba en el restaurante salvo él y un par de empleados y miré las caras de mis comensales. Interiormente apagué un fuego de aprensión, mientras jugaba de manera nerviosa con los cubiertos y las servilletas. A los pocos las manos en los bolsillos del vaquero y una cara de vivo que se notaría desde muy lejos. Nos saludó y se acercó al jefe, que sería el mediador de la negociación. Mientras, los dos empleados todavía presentes, se dirigieron a la puerta de entrada y taparon los cristales para que desde fuera no se pudiera entrever nada.  Tragué saliva. Ya estábamos en la milonga y nos tocaba bailar aquel tango, así que decidí dar el primer paso. 

Me levanté y me fui a presentar al recién entrado, que me devolvió la mano derecha y la sonrisa, y aclaré lo que habíamos arreglado. Lo que siguió después fue ponerse en la misma mesa donde aún deambulaban migas de pan y sal y ponerse a contar. Fue la misma sensación de cuando jugaba a fútbol y tenía que patear un penal: pensar no servía a nada, lo único era vaciar la mente y ejecutar fríamente, aunque en aquel caso tenía que contar, una sensación dolorosa y totalmente opuesta a la alegría de tocar un balón, pero era lo que incumbía en aquel instante. Los euros eran fáciles de contar, mientras que los pesos eran muchos, muchísimos, y de horrible calidad, como para querer remarcar las diferencias entre un mundo y otro. 

Fue mi ingreso al ruidoso rodeo porteño. La bienvenida de un mundo a las antípodas fascinante y miedoso a la vez. Ambas partes salieron ganando. A 13 mil km de mis orígenes percibí el parecido entre la viveza criolla y la astucia napolitana, en un continuo juego de mata-mata. Pero por una razón u otra no volví a aquel restaurante, un lugar en el que me había convertido, a los pocos días de mi llegada, en un argentino más. Por un puñado de pesos.