giovedì 6 agosto 2015

Gritos en la garganta

No será una casualidad que a lo largo de toda mi vida los mejores amigos que he tenido hayan sido personas con las que compartí cancha, vestuario y broncas por un erróneo movimiento o por una ocasión muy fácil no convertida en gol. Por no hablar de las caras de felicidad compartida después de un gol fabricado por un entendimiento logrado sin ni siquiera hablar. Nunca metí goles sencillos. Bueno, en realidad nunca metí muchos goles, jugando de cara al arco pero muy lejos de ello, pero los que conseguí marcar solían ser muy lindos, despertando aullidos de estupor entre mis compañeros / amigos y entre los rivales. Será por eso que en general en mi vida he ido buscando lo más difícil, el camino más complicado, para llegar a cualquier cosa, para alcanzar una meta.

Como buen hincha del Napoli, un equipo cuya gloria llegó a tocar el cenit solo durante unos pocos años de mi infancia y por el oficio de un astro que nunca más volverá a pasar por este cielo, me he fortalecido en la derrota. Partidario de ser o yang o yin, sin término medio, no amo estar a medias en un alambre fino y colgado a alturas exageradas, sin ver el fondo. Porque si bien el miedo es algo que hay que vencer para conseguir el anhelado premio, vivir constantemente en la incertidumbre acaba pudriendo por dentro. El fútbol como reflejo de las sensaciones: amores y balones se intercambian en orden frenético, como en un entrenamiento agotador en el que el sudor empapa las ideas y la racionalidad se pierde a favor del instinto.



De repente otro partido reclama las atenciones. Jugado a tope, sin remordimientos, ofrece un último balón dividido, a mitad entre la gloria y el fracaso. Cuál defensor lo primero es alejarlo de mi arco, para poder luego atinar en el momento adecuado frente al otro. Porque hay balones que si no agarras los pierdes, y amores que solo pasan una vez. Y ambos, si se van, no regresan. Como gritos perdidos en la garganta.

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