domenica 12 aprile 2020

La pelota en el cajón


En días como éstos en los que falta aire y sol, el amor hacia el fútbol se revuelve en mis tripas.
Pero a la vez me avisa de que la pelota es solo una consecuencia de la vida

Los escalones del San Paolo, muy altos para un niño de apenas seis años, fueron fáciles de trepar para un ignorante impulsado por la pasión. En mi primera visita al Templo de la mano de mi padre fui totalmente embestido por una ola de emoción. Y en aquel momento sentí por primera vez un latido fuerte pulsar en el pecho y pasar a las tripas. Aquel día de abril 1990 mi papá me compró una almohada chica para que pudiera sentarme cómodo, porque todavía las obras del mundial que iba a empezar en dos meses no se habían terminado. Todo era crudo, bruto, espurio, espontáneo. 



Hoy, treinta años después, y con una serie de visitas de más al Templo, en distintos momento de la vida, la pasión se ha vuelto más tranquila y calmada. Ya no lloro como antes. Ahora ya puedo comer tranquilo si perdimos (sí, es plural porque siempre me sentí como si hubiera jugado). Mientras, yo también había jugado unos centenares de partidos en campos (si se les puede definir de esa manera) de barro o de piedras, haciendo del fútbol un lema de la vida y una compañía. La pasión por la pelota no fue tal de ver al fútbol como un posible trabajo, y entre viaje y mudanza seguí haciendo amigos gracias a este juego tan sencillo y tan popular que tiene más adeptos que una religión. 

“Las almas repudian todo encierro
Las cruces dejaron de llover…”

Hoy, que el mundo está cerrado y de paso el fútbol también, el vacío de la falta de partidos emitidos por tele se mezcla con la falta de las juntadas informales para patear una pelota con amigos o (des)conocidos. Extraño la adrenalina antes de atarme los cordones y echo de menos hasta las broncas y las muecas de dolor por unos músculos que ya no son los de cuando tenía veinte años. Y extraño esa sensación de adrenalina pulsante a tomar una birra una vez terminado el partido. 

Mi papá ya se fue de viaje eterno y esa almohada no sé dónde está, como tampoco sé dónde estará descansando la camiseta número 9 del Napoli con la firma Mars adelante, la que llevaba mi tocayo Careca.  Mi papá ya no me envía un mensaje después de cada partido. Por ahí no sé dónde estará esperando que alguna pelota vuelva a rodar porque sabe que tal vez esté yo, ya no tan joven, detrás de ella.

“Aquellas sombras del camino azul, ¿dónde están?
Yo las comparo con cipreses que vi solo en sueños”


Y yo, evidentemente, aunque no sea el niño ingenuo y atontado que subía aquellos peldaños
tan pesados consciente de que me estaba por enamorar, hoy no extraño tanto la visión
del circo.
Hoy, encerrado como todo el mundo, me doy cuenta del privilegio que era poder llorar por
una derrota, de la suerte de poder sentir el vértigo de la celebración de un gol.
Hoy, en una época inédita de un mundo en el que todos improvisamos, se juega otro partido.
Y nada importa más que eso. Porque sin un mundo libre como escenario, no tendríamos ni
este juego que tanto nos ama y que tanto amamos. 


A final no sé ni cuánto pesa ni cuánto es de grande esa pelota que me acompaña.
Embarrada, llena de sentimientos y medio desinflada me acompaña desde aquel día que
me quedé atónito por primera vez. Pero ahora llegó el momento de meterla en el cajón.
El cajón de una casa que, por ahora, ni tengo.

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